La
Taberna de Gaia, ahí nos dirigimos con Jordi en cuanto llego al pueblo de
Foncebadón. Yo me le había adelantado, culpa de una tendinitis termine haciendo
los últimos 7 kilómetros en un vehículo. Me encontró frente al Albergue y junto
a la carretera, con una bolsa de hielo tratando de aliviar mis dolores.
Con
la intención de comer un bocadillo para aguantar hasta la cena, entramos en ese
lugar que no decía mucho de afuera. Adentro, un ambiente totalmente medioeval,
te transportaba a otros tiempos, tanto la decoración del lugar como los que lo
atendían, parecía escapado de una película sobre las Cruzadas.
Por
supuesto que el menú, parecía totalmente fuera de lugar, en un pueblo cuasi
abandonado, recuperado solo por el Camino y la afluencia de peregrinos. Era más
adecuado para el Húmedo en León, las calles angostas de Pamplona o las Ramblas
de Barcelona, pero ahí estaba, guisado de ciervo, codornices en escabeche,
chuletón de res sobre pan de tajar, congrio, truchas, postres caseros, vinos
finos, chupitos de todo tipo… el recuerdo me hace agua la boca. ¿No bocadillos?
Y bueno… Jordi, Yo, Carlos, Javi y otros no tuvimos más remedio que entrar a
probar y gozar. Una comida inolvidable, no como para peregrinos pero quizás la
mejor del Camino.
Luego
de una larga y restauradora comida, tuvimos que volver a la realidad. Nosotros
nos quedamos en el que pretendía ser el mejor albergue del lugar, una pocilga
hedionda y en un sótano. La banda, se fue a otro bien cerquita, peor y para
completar, algunos terminaron la noche atacados por chinches.
La
vista y la ubicación de Foncebadón, en plena montaña, lo hace un lugar
especial, quiera Dios que puedan mejorar los albergues, porque si no, es un
lugar a evitar.
La
madrugada me llego pronto, la hinchazón del talón era menos, por lo que opte
por tomar una dosis grande de antiinflamatorios, bañar el pie en Réflex y darle
como si fuera ajeno. A unos dos kilómetros cuesta arriba nos esperaba la Cruz
de Ferro, un lugar icónico del Camino, hasta ahí por lo menos iba a llegar,
contra viento o marea.
Llegamos
varios del grupo al mismo tiempo, al pie de la Cruz de Ferro, nos maravillamos
por la cantidad de piedras que se han ido amontonando a través del tiempo.
Según la costumbre, el peregrino trae una piedra desde su casa, para dejar al
pie de la Cruz, simbolizando esa piedra sus dolores, culpas o pedidos al
Eterno, la cual al ser de espalda al lugar, descarga todo eso que se representa
en una piedra.
La
mía la había elegido en Toronto con mi nietita Lara, cuando llego el momento de
dejarla, una emoción muy especial se apodero de mí. Sin explicaciones, sin
razón, pero ella y mi familia estaban en mi mente de una forma que nunca había
experimentado. Quizás solo sea cuestión de fe.
Nos
sacamos varias fotos, algunas con Ana a la cual habíamos perdido hacía varios
días y que volvimos a encontrarla bajo la Cruz. Estábamos en el punto más alto
del Camino, a unos 1500 metros, de aquí en adelante nos esperaban otras alturas
respetables, pero ninguna mayor.
Seguimos
Camino y desde ahí ya cada uno tomo su paso habitual, mi talón y yo seguimos a
paso lento con la intención pero no la seguridad de llegar a Ponferrada.
Cabras,
perros escapados, el Albergue de Manjarin, que merece un capítulo aparte y se
lo daremos en otra ocasión, caminos junto a la carretera pero lindos y
sombreados, fueron el denominador del trayecto, donde siempre descendiendo, de
a poco nos íbamos acercando a Ponferrada. Mi pie dolorido, palpitaba como
golpeando una puerta, lo mire con desdén y le dije que tenía que llegar
conmigo, así que se resignara.
Paso
a paso, seguimos, mi pie y Yo, un puente medieval de arcos de piedra,
sobre el rio Meruelo, me invitaba a entrar al pueblo que yo creía que era
Ponferrada, pero no, era Molinaseca. Casi con desaliento me dedique a
cruzarlo, el cuerpo me pedía descanso, el estomago comida.
Sentí
que me llamaban a los gritos, repitiendo mi nombre y aplaudiendo, era toda la
barra que se había vuelto a juntar y hacia un buen rato que estaban almorzando
y descansando en el patio de un bar junto al rio y casi abajo del puente. Los
gritos y los aplausos eran para mí, porque la mayoría se imaginaba que este día
no iba a llegar a la meta. Yo estaba de acuerdo con ellos, pero a veces se
sacan fuerzas de donde sea para cumplir con uno mismo.
Comí
con ellos, me tome dos hermosas Coca Cola frías, después me saque las botas y
me senté sobre una piedra con los pies en el agua, el talón sonrió y yo
también. Ponferrada estaba cerca y un hermoso albergue nos esperaba para
acogernos.
Por ahora los dejo, síganme que hasta Santiago no paro.